QUERIDA
TRISTEZA
Hace
unos días estuve triste.
¡No
sabes cuánto me alegré!
En una
conversación de coaching me había dado cuenta de que tiendo a teñir la tristeza
de rabia (GRACIAS Elena Quevedo por facilitar el descubrimiento).
Alguien
me daña y yo me enfado. Algo me duele y yo me defiendo. Algo pierdo y yo me
peleo con el pasado, con el presente y con el futuro (y sí, golpeo muebles y
utilizo palabrotas).
Ahora
ya no. No me defiendo de la tristeza porque no hace falta.
La tristeza nos
avisa de una pérdida, no de un ataque. Sólo necesita ser vivida y mimada.
La
violencia contra la tristeza se convierte en un dolor duro y constante, en un
movimiento agudo y punzante que para mí resulta difícil de transformar. Me hago
un lío emocional y me cuesta desanudarlo.
Esto en
mi se refleja en mi querido hombro izquierdo y en mis riñones. Cierta molestia
constante, que no llega a ser dolor ni a impedirme funcionar, me ha acompañado
en varias épocas de mi vida en esas dos zonas. Son esas pequeñas molestias que
normalizamos, que achacamos a la edad, a las malas posturas, al colchón, a los
tacones, a la almohada (llegué a cambiar de almohada, de colchón y no suelo
llevar tacones porque, sí, en realidad todo influye).
Cuando
cambié de colchón, de almohada y a pesar
de los zapatos planos, descubrí que esas molestias no sanaban. Pensé que eran
parte de mí. Me preparé para tenerlas a diario ahí, como se tiene la piel.
Cuando
cambié de mirada sobre la tristeza, DESAPARECIERON. Hace mucho que no están.
Muchísimo. Además últimamente, por circunstancias, he llevado más zapatos de
tacón que nunca.
Y el
otro día fui feliz por estar triste. Alguien a quien quiero mucho dijo algo que
me hizo sentir juzgada, pero no me enfadé como había hecho otras veces ante el
mismo juicio.
Me puse
triste. Me lo dije: “Estoy triste, profundamente triste, porque siento que he
perdido parte de su amor. Siento que el corazón me palpita diferente. Ahí está
mi tristeza, no es rabia, no es la energía del enfado”.
Busqué
momentos para estar a solas. Cuando tuve que salir de casa a trabajar me miré
un rato largo en el espejo y repetí: “Estoy triste, profundamente triste”. Mi
respiración cambió, mi tono muscular también y empecé a llorar sin mucho ruido.
Entonces me sonreí, me felicité y me fui a pasear con mi tristeza.
Le di su espacio, sus mimos, y el dolor fue
blando y maleable, cada vez más, hasta que pude volver a llenarme de ternura.
Desde ahí mantuve una conversación y un reencuentro para regenerar aquello que
había sentido como pérdida.
Ya está. Sonrío.
No hay comentarios:
Publicar un comentario